Era el año 1948, y el país se encontraba en plena efervescencia de modernidad. En medio del caos urbano del entonces Distrito Federal, un ambicioso proyecto comenzaba a tomar forma: una torre de acero y cristal que rasgaría el cielo de la ciudad. No sería fácil. Se trataba de construir un rascacielos sobre uno de los suelos más inestables del mundo, un reto de ingeniería casi imposible. Pero contra todo pronóstico, la Torre Latinoamericana fue inaugurada el 30 de abril de 1956, convirtiéndose en un símbolo de innovación, resistencia y orgullo nacional.
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¿Cómo nació la idea de construir la Torre?
La inspiración surgió de la visión de Miguel S. Macedo, presidente de la compañía La Latinoamericana, Seguros. Soñaba con un edificio que fuera emblema de modernidad y poder empresarial mexicano. Encargó el diseño al arquitecto Augusto H. Álvarez y al ingeniero Leonardo Zeevaert, quienes innovaron con una base de pilotes profundos y una estructura flexible, ideal para los movimientos sísmicos que azotan a la capital.
¿Por qué es considerada una maravilla de la ingeniería?
La torre fue pionera en uso de acero estructural antisísmico en América Latina. Su estructura soportó intacta los sismos de 1957, 1985 y 2017, ganándose la admiración del mundo. Con 44 pisos y 182 metros de altura, fue durante años el edificio más alto de América Latina y uno de los pocos en su tipo fuera de Estados Unidos en la década de los 50.
¿Qué representa hoy para los mexicanos?
Hoy, la Torre Latinoamericana no es solo un rascacielos: es un ícono cultural, histórico y sentimental. Su mirador ofrece una vista inigualable del Valle de México, y su presencia en el paisaje urbano sigue inspirando a propios y extraños. Es, sin duda, una joya vertical que guarda entre sus vigas la memoria viva de la ciudad.
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