En las frías noches de la Edad Media, en pueblos alejados de Europa, una costumbre peculiar comenzaba a tomar forma entre las familias más tradicionales: el “bundling” o “bed courting”. Aunque parezca extraño, consistía en permitir que jóvenes solteros durmieran juntos en la misma cama... con una condición: no debían tocarse. En un tiempo donde la moral religiosa regía cada aspecto de la vida, esta práctica surgía como una mezcla de necesidad, vigilancia y cortejo.
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¿Cómo funcionaba realmente el “bundling”?
El ritual era casi teatral: la joven era acostada en la cama, totalmente vestida, e incluso envuelta en una especie de saco o manta cerrada, conocida como “bundling bag”. Luego, el pretendiente se acostaba a su lado, también vestido y, en algunos casos, separados por una tabla de madera que dividía la cama en dos. La conversación entre ambos se prolongaba durante horas, a la luz de una vela o bajo la atenta mirada de los padres en la misma habitación. El contacto físico estaba prohibido, pero el diálogo era bienvenido.
¿Por qué se usaba este método para cortejar?
En muchas regiones, especialmente en Gales, Países Bajos y comunidades puritanas de América, el “bundling” respondía a un motivo práctico: las casas eran pequeñas, las camas escasas, y la vigilancia familiar constante. Al mismo tiempo, servía como una forma de conocer emocionalmente al futuro cónyuge, sin poner en riesgo la honra ni los valores religiosos. Era, curiosamente, una forma de “intimidad controlada”.
¿Fue siempre inocente o tenía consecuencias?
Aunque se pretendía que fuera una práctica moralmente aceptable, no siempre terminaba bien. Algunos embarazos prematrimoniales se atribuían al mal uso del bundling, lo cual llevó al declive de la costumbre en los siglos posteriores. Sin embargo, durante su apogeo, esta práctica fue símbolo de una sociedad que intentaba equilibrar deseo, tradición y vigilancia, con soluciones tan extrañas como fascinantes.
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