En la Roma del siglo III, cuando ser cristiano era casi una sentencia de muerte, dos hombres se mantuvieron firmes. San Marcelino, sacerdote, y San Marcos, exorcista, se entregaron al servicio de Dios con un fervor que desafió al imperio. En tiempos del emperador Diocleciano, la persecución era brutal. Ambos fueron arrestados por negarse a renunciar a Cristo. Su encarcelamiento no fue un límite, sino una oportunidad: evangelizaban incluso desde la prisión, convirtiendo a los guardianes con su testimonio.
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¿Quiénes eran realmente Marcelino y Marcos?
Aunque muchos los conocen solo por su martirio, fueron mucho más. Marcelino era un hombre de oración y doctrina, y Marcos, su compañero espiritual, enfrentaba el mal con la fuerza de la fe. Juntos, eran un baluarte del cristianismo naciente. Su vínculo era profundo: no solo compartían la fe, sino una misión sagrada en un tiempo oscuro.
¿Qué ocurrió durante su martirio?
Fueron condenados a morir si no renegaban. Aun así, rechazaron con valentía cualquier oferta de libertad a cambio de apostasía. Fueron llevados a un bosque y allí, entre amenazas y piedras, fueron decapitados. Sus cuerpos quedaron insepultos, pero una mujer cristiana los rescató en secreto y los enterró en las catacumbas de San Calixto.
¿Por qué siguen siendo recordados hoy?
Su historia no quedó enterrada. A través de los siglos, la Iglesia ha venerado su memoria como ejemplo de fidelidad absoluta y amor hasta el extremo. Su fiesta se celebra el 18 de junio, y su legado vive en cada creyente que se atreve a vivir la fe con coraje.
San Marcelino y San Marcos no son solo nombres antiguos: son faros que aún hoy nos iluminan.
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