Durante décadas, la escritura jeroglífica maya fue un laberinto sin salida. Sin una Piedra de Rosetta, los arqueólogos occidentales estaban estancados, hasta que apareció Yuri Knorozov. Trabajando a miles de kilómetros de las selvas de Mesoamérica y con acceso limitado a materiales, Knorozov llegó a una conclusión que cambió la historia: la escritura maya no era de ideas ni de letras, sino silábica.
A pesar de que su hallazgo fue despreciado por académicos influyentes debido a los prejuicios de la Guerra Fría, el tiempo le dio la razón. Su método permitió, por primera vez en mil años, leer los nombres de gobernantes, rituales y la historia política de toda una civilización.
Sin embargo, para Knorozov, ¡el mérito no era solo suyo! El lingüista insistía en incluir a su gata siamesa, Asya, como coautora de sus artículos científicos. Se cuenta que protestaba con furia cuando los editores borraban el nombre de su felina o la recortaban de las fotos oficiales. Para el hombre que ‘resucitó' la voz de los mayas, Asya era su musa y compañera intelectual en la hazaña más grande de la epigrafía moderna.
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