San Francisco Caracciolo, cuyo nombre secular era Ascanio Caracciolo, nació en 1563 en el seno de una familia noble napolitana, pero desde muy joven sintió el llamado de una vida diferente. A los 22 años enfermó gravemente y, al borde de la muerte, hizo una promesa: si sanaba, dedicaría su vida a Dios. Al recuperarse milagrosamente, no hubo marcha atrás. Dejó sus títulos, su herencia y tomó los hábitos como sacerdote, adoptando el nombre de Francisco en honor a San Francisco de Asís.
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¿Cómo un aristócrata terminó fundando una orden religiosa?
Francisco no solo se entregó al sacerdocio, sino que cofundó la Orden de los Clérigos Regulares Menores, junto al padre Adorno. Su misión era clara: vivir en pobreza, servir a los enfermos y adorar al Santísimo Sacramento día y noche. Dormía poco, comía menos, y lo poco que consumía lo preparaba él mismo, con esmero y oración, como si cada platillo fuera una ofrenda divina.
¿Qué papel jugó la cocina en su camino a la santidad?
Curiosamente, Francisco es ahora el santo patrono de los chefs y cocineros. No por ser un gran gourmet, sino porque entendía que alimentar el cuerpo también era un acto de amor espiritual. En los conventos, se le veía arrodillado frente al horno, rezando mientras horneaba pan para los pobres. Su cocina era un altar, y cada alimento, una comunión silenciosa.
¿Qué legado dejó este santo humilde y apasionado?
Murió joven, con apenas 44 años, en 1608. Pero su pasión por la Eucaristía, la caridad y el servicio humilde dejó una huella imborrable. Fue canonizado en 1807, y cada 4 de junio, su vida se celebra como un ejemplo vivo de entrega, sencillez y fervor inquebrantable.
San Francisco Caracciolo no solo cocinaba comida, cocinaba amor.
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