Cada mañana, Mateo, de 5 años, despierta y corre no hacia sus juguetes, sino hacia una pantalla. Su rutina no empieza con caricaturas, sino con un canal de YouTube infantil donde aprende los colores en inglés. La tecnología ha infiltrado la infancia, convirtiéndose en compañera, maestra y, a veces, niñera. Para muchos padres, estos dispositivos representan una solución práctica, pero, ¿a qué costo?
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¿Juegan o consumen contenido?
Los niños de hoy no solo ven pantallas: interactúan, aprenden y hasta crean contenido. Juegos como Minecraft estimulan la creatividad, mientras que aplicaciones educativas enseñan desde matemáticas hasta meditación. Pero la línea entre entretenimiento y dependencia es delgada. A menudo, lo que comienza como juego termina siendo largas horas frente a la pantalla, desplazando el juego físico y la interacción social real.
¿Y la imaginación, dónde queda?
Antes, una caja de cartón podía ser un castillo. Hoy, una app hace todo por ellos. La tecnología ofrece mundos ya construidos, donde la imaginación se usa menos. Esto afecta no solo la creatividad, sino también el desarrollo emocional. Los niños aprenden a esperar respuestas inmediatas, lo que puede afectar su tolerancia a la frustración y su capacidad para resolver problemas sin ayuda digital.
¿Padres o espectadores?
El rol de los adultos ha cambiado. Muchos padres ceden el control a las pantallas, permitiendo que sean ellas quienes entretienen y educan. Pero la tecnología no sustituye el acompañamiento emocional. Es clave enseñarles a usar la tecnología, no solo dejar que la consuman. Guiar, limitar y compartir esos momentos puede transformar una herramienta pasiva en una experiencia de aprendizaje activa y valiosa.
La tecnología no es el villano de esta historia, pero sin límites y acompañamiento, puede robarles a los niños su derecho más valioso: el juego libre y auténtico.
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