En medio de la noche, cuando todo parece calmarse, el dolor susurra. No grita, no empuja... simplemente espera. Espera que lo recordemos. Como si tuviera hambre. Y nosotros, sin saber cómo, le servimos el banquete. Le damos nuestros pensamientos más íntimos, nuestras memorias más punzantes, las palabras que nunca dijimos y las heridas que nunca cerramos.
No es raro entonces preguntarse: ¿por qué preferimos sufrir a sanar? La respuesta no es sencilla, pero hay rastros en nuestra historia emocional que lo explican.
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¿El dolor nos hace sentir vivos?
Para muchos, el sufrimiento se vuelve identidad. Después de una pérdida, una traición o un fracaso, el vacío deja de ser solo dolor y se convierte en compañía. Es esa voz que nos recuerda que algo importó tanto que dolió. Y sin ese dolor, ¿qué queda? Tal vez la nada. Y eso puede ser aún más aterrador.
¿Sanar significa olvidar?
A veces creemos que cerrar una herida es traicionar la memoria de lo que pasó. Como si dejar de doler fuera sinónimo de dejar de amar, de importar, de luchar. Por eso, seguimos abriendo la herida cada día, recordando los detalles, alimentando al monstruo con migajas de nostalgia.
¿Qué pasaría si dejáramos de alimentar al dolor?
Tal vez el dolor no desaparezca del todo, pero sí deje de crecer. Porque el dolor no pide alimento… hasta que se lo ofrecemos. Sanar no es olvidar. Es mirar al dolor de frente, negarle el banquete y elegir, al fin, vivir con ligereza.
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