Cuando el polvo del desierto se levantaba en Judá y el pueblo caminaba entre ídolos y alianzas rotas, una voz resonó más fuerte que los truenos: era Isaías, hijo de Amós. Vivió en el siglo VIII a.C., y fue uno de los profetas más grandes del Antiguo Testamento, cuya palabra aún estremece corazones. Nacido en Jerusalén, fue llamado por Dios en una visión ardiente dentro del Templo, donde serafines volaban y la gloria del Altísimo llenaba todo. Desde ese instante, su vida quedó marcada por una misión divina: denunciar la injusticia, anunciar el castigo... y prometer esperanza.
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¿Cómo fue su encuentro con lo divino?
La vocación de Isaías fue impactante y sobrenatural. En el capítulo 6 de su libro, él mismo relata cómo vio al Señor sentado en un trono alto y sublime. Sus labios fueron purificados con un carbón encendido, símbolo de su misión profética. A partir de ahí, Isaías habló con una claridad feroz, denunciando tanto a reyes como al pueblo. Pero también fue el mensajero de una promesa imposible: el nacimiento de un niño llamado Emanuel.
¿Por qué su mensaje sigue vigente?
Porque Isaías no solo habló a su época. Anunció la llegada del Mesías, el Siervo Sufriente, imagen que los cristianos identifican con Jesús. Su lenguaje poético y poderoso ha sido fuente de consuelo, advertencia y esperanza. Incluso hoy, sus palabras resuenan en las liturgias y en la voz de quienes luchan por la justicia.
¿Qué lo convierte en “santo”?
Aunque no está canonizado oficialmente como los santos cristianos posteriores, la Iglesia honra a Isaías como profeta y santo, reconociendo su fidelidad, su visión trascendente y su cercanía a Dios. Su festividad se celebra el 6 de julio, recordando a aquel que habló con la boca de Dios en medio del caos.
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