En los viejos tiempos de la navegación, cuando los barcos eran de madera y surcaban mares aún sin mapas claros, el enemigo más temido no eran las tormentas ni los piratas… sino los moluscos y algas marinas. Estas criaturas se adherían al casco y lo cubrían de una capa viscosa que ralentizaba la velocidad y aumentaba el consumo de combustible. Para evitarlo, los marineros idearon una solución ingeniosa: mezclaban pintura con óxido de cobre, una sustancia venenosa para estos organismos, que además dejaba un color rojizo muy característico.
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¿Qué tiene de especial el óxido de cobre?
Este compuesto era, y sigue siendo, letal para los percebes, algas y moluscos. Actúa como una barrera tóxica que impide que las criaturas se adhieran al casco del barco. Aunque hoy existen pinturas más sofisticadas, muchas aún conservan esa tonalidad rojiza por tradición y por su eficacia probada. La química se volvió aliada de los navegantes.
¿Sigue siendo útil hoy en día?
Sí. A pesar de los avances tecnológicos, la bioincrustación sigue siendo un problema actual. Los cascos sucios generan mayor resistencia al agua, lo que se traduce en más consumo de energía y más emisiones contaminantes. Mantener el fondo limpio es ahorrar, proteger y avanzar. Por eso, muchas embarcaciones comerciales y de carga aún mantienen el fondo pintado con pinturas antifouling rojas.
¿Entonces es sólo tradición o también funcionalidad?
Ambas. El color rojo se volvió un símbolo naval, una señal silenciosa de que ese barco está listo para enfrentar el mar sin las ataduras del fondo marino. Y aunque hoy se puede elegir azul, negro o verde, el rojo sigue evocando esa mezcla de ingenio antiguo y necesidad moderna. Es, en pocas palabras, una tradición que flota y perdura.
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